“ […] solamente conozco de mi escritura lo que conozco de mi cuerpo: una
cenestesia, la experiencia de una presión, de una pulsión, de un deslizamiento,
de un ritmo: una producción y no un producto; un goce, y no una inteligibilidad”.
R. Barthes
En la advertencia, que a manera de prólogo escribe Alberto
Ruy Sánchez en su libro Con la literatura en el cuerpo, describe la postura
crítica de su maestro Roland Barthes, a partir de varias implicaciones
profundas, las cuales sintetiza en cuatro principios no formulados que son instrumentos
de autoformación y estudio; herramientas de autodefinición. Al cuarto lo
denomina principio corporal y afectivo o
veneno de la certeza pura. “Implica aceptar en el yo que pretendemos
afirmar el hecho simple de que ese yo es también un cuerpo, no sólo un carácter
y un coeficiente intelectual. Y de ahí aceptar que todo lo que uno sabe,
aprende, olvida, o crea, pasa por nuestro cuerpo. No somos ideas sino cuerpos
con ideas. Y por lo tanto no hay ideas que no vengan a nosotros cargadas de
afectos”.
Al enfrentarnos con la obra de Itzeel Reyes este principio
cobra especial significado, pues su objeto de estudio no para en el cuerpo lato,
como un asunto objetivo del que se mimetizan sus características físicas como
tamaño, peso, altura, volumen, textura y color; y parece que no es el cuerpo
solamente lo que interesa a la artista, sino lo que éste significa desde su
pensamiento y devenir; lo que la idea puede sugerir al gesto, la forma en que
uno transforma al otro, y viceversa.
En esta poética-dialéctica hay una implícita alusión a
Foucault, en tanto que la autora crea, dentro de su universo pictórico, un lenguaje
dentro de otro lenguaje. El cuerpo se habla a sí mismo y genera un nuevo
discurso para reinventarse como tal; como contenedor pero también como
contenido. El cuerpo se piensa a sí mismo y al decirse se corporiza: Piel que
es escritura que es piel. Y no es de extrañar que Itzeel construya este aparato
circulatorio de dos vías donde la plástica y la filosofía corran por venas paralelas,
pues es también evidencia de su formación académica. Maestra en Filosofía y
escritora, honra la herencia genética de sus padres artistas y asume el linaje
de creación en que se inserta, pero anuncia su voz desde muy joven, creando
universos particulares, transformando el tenebrismo cromático de sus
antecesores en tenebrismos formales, a través de anatomías que han hallado su
objetivación dentro de la categoría fantástica. Sólo así puede explicarse el
expolio al que son sometidos sus personajes. Materia que es raíz, llaga,
epitelio.
Estos escenarios plástico-literarios, atemporales a veces;
otros, atópicos, bien pueden ser testimonios del espacio intracraneal
autorreferencial que la idea, como fenómeno súbito de la conciencia, dispara. Será por eso que sus atmósferas están construidas
como una prolongación de la epidermis, una entreveración de digresiones que
intervienen al objeto-sujeto de su retrato; una red de conceptos de los que
brotan seres cuya anatomía es silogismo, retórica, poética.
Metáfora uno del otro, estos retratos del alma evidencian
nervaduras cuya progresión orgánica deviene nuevas extremidades, estiran la
piel hasta romperla u horadar resquicios de transparencia. Vacíos que son
olvidos; ausencias presentes en la piel de las ideas. Estos seres-objetos, deseos
del intelecto y la emoción, son atravesados por instrumentos punzantes, como
suelen serlo a veces las palabras, los sentimientos, los hábitos, las
imposiciones sociales, las ideologías.
La piel se abre cual telón en el escenario de la realidad, para
desnudar sus miedos en una mutación perpetua provocada por el Aleph de una
conciencia poliédrica. Para ello, el lenguaje del cuerpo en Reyes demanda un
soporte distinto que registra la expresión sonora de cada tesitura, que va de
las escamaciones a los descarapelos; de las urdimbres a los deshilados; y de los
restiramientos a las osamentas imposibles.
Cuando el cuerpo transmite gozo, placer, certidumbre, la
autora elige la acuarela. Su gesto es un soplido, una mancha audible, un
chirrido en el espacio o una vibración cuya resonancia ondula en el tiempo
hasta desaparecer, como una nota metálica de trompeta en tono de re.
Si el cuerpo experimenta dolor, sufrimiento o congoja, ya
sea por acción del pensamiento o por efecto mecánico de su transformación, por
expansión o bipartición; cuando sale de sí y se vuelve paisaje de otredad, los registros
audibles provocados por el movimiento del trazo y por la aplicación del color que
genera texturas, anidan mejor en la técnica mixta, generando los sonidos viscosos-areniscos
de la piel despegando sus pliegues, estirando sus fibras, agrietando los mantos
del silencio, para vincular al yo con su semejante.
En temas donde el sujeto es único y la reflexión es más
introspectiva, la tinta china es el mejor vehículo para esta intimidad. El
medio tono se apresta a navegar en el autocomplaciente mar de la melancolía. Y
donde los personajes se entreveran con la atmósfera sentimental, la autora
recurre a la densidad y brillo del óleo en tonos solares de registro mayor,
donde la tónica ancla la escena y en torno a ella ondean otras notas,
armonizando los matices ontológicos de las entidades en juego.
Arborescencias marinas, arrecifes polifónicos, pensamientos
en tránsito que devienen paisaje; capilaridades varicosas de metafísica entraña;
barroquismo orgánico existencial, todos escenarios del cuerpo que se dice, que
se piensa, que se siente y que se hace, y al hacerse, se disipa.
José Manuel Ruiz Regil
Analista cultural
arteduro.dealers@gmail.com
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