Quimera
a un motociclista.
El tanque en medio como muslo perfilado de mujer.
Firme. Soporta el equilibrio de sus piernas a los lados.
Suela anti-derrapante, tacón y correas entre aros a los
tobillos.
Da marcha el pulgar enfundado. La muñeca jala hacia abajo el
acelerador.
Un rugido acallado navega en las aguas de la combustión y
lúbricos pistones.
Sobre su cabeza cubierta desliza su otra mano: negra
epidermis que sube al antebrazo y acaba en
girones de cuero al viento.
Cae la ventana.
Su cara encapsulada matiza decibeles.
Se agita la respiración. Crece su voz.
Cruza el rayo filtrado de sol que desvela sus pestañas, pavoneándose
al asfalto.
Con descuidado toque da el primer cambio a la máquina.
Se aferra al manubrio. Suelta la inercia estática en
discretas explosiones
que lo alejan, haciéndolo ligero.
Es lo más parecido a volar. Penetra el aire. El paisaje
agradece. Es pluma en la ciudad.
El sol simpatiza. Cae encima. Es polvo, aire, tierra, lluvia.
Paradoja libertad: velocidad evanescente, cínica.
Madrugada.
Reto al tiempo, a la distancia y a la fuerza que los une.
Sonido, mancha, presencia fugitiva, destellos, fantástica
obsesión.
Dejarla es morir a medias.
Pero ella espera, fría.
A que el jinete vuelva
a montarse en su quimera.
Marzo, 1994.
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