Toro mexicano
La exposición que presenta el
artista Rafael Sánchez de Icaza (México, 1958) en la Galería Bálsamo, con el
título de MexiCalidad, reúne los trabajos en óleo y serilustre producidos hasta
el 2012, con los que el autor, en calidad de Mexicano, explora sus raíces
precolombinas. Esta aproximación curiosa, familiar y juguetona, la facilita precisamente,
lo vital que se mantiene la sabiduría de los ancestros, y lo vigente de los
símbolos que, sin deshonrar el origen, favorecen el brinco de esa frontera de
solemnidad -muchas veces autoimpuesta-, para tocar el mito y volverlo rito de
creación.
En esta serie vuelca el estilo
que él mismo denomina surrealismo geométrico, en escenarios límbicos,
atemporales, donde los elementos de su composición dialogan entre sí, logrando
una narrativa sumamente aséptica, como si cada uno de los cuadros fueran
inseminaciones in vitro de
identidades genéticas; miniaturas de un cosmos articulado de recuerdos y épicas
futuras. Se puede identificar un fuerte apoyo en el geometrismo característico
de su poética, y en el collage, o
reciclaje de elementos preexistentes (readymade), a la manera de Giussepe
Arcimboldo (Milán 1527-1593), quien construyó retratos y paisajes manieristas a
partir del acomodo creativo de elementos de la naturaleza como vegetales,
frutas, verduras y otras herramientas domésticas para crear, con pequeñas
figuras, la ilusión de un objeto más complejo y grande.
Sin embargo, el maestro
Sánchez de Icaza no se conforma con reutilizar elementos diversos como breves
sintagmas de un sintagma más grande, ni tampoco se detiene en el delirio
ilusionista que ha dado fama y trascendencia a la obra del maestro Octavio
Ocampo (México 1943), sino que se nutre de esas fuentes para concentrar su
corpus plástico en la articulación desarticulada (o en la desarticulación
articulada, si se quiere) de los signos que cimentaron al gran imperio Mexica,
y conforman hoy un mosaico polimorfo con el que da fondo y forma al sincretismo
histórico-simbólico-temporal que aún inspira la posibilidad de una
neo-mexicanidad.
Esta apropiación que el artista
hace de los elementos religiosos, domésticos y símbolos prehispánicos, es una deconstrucción
de un lenguaje –de por sí críptico- cuya interpretación nos queda muy lejos a
los mexicanos occidentalizados de este tiempo, pero que formalmente nos
identifica y nos cohesiona, más allá del discurso. Por eso las figuras, los
altares y dioses que representa el autor ya no son los que eran, así como el
mexicano de hoy no es el de hace cinco siglos. Porque los mexicanos de hoy no
somos códice muerto en los anales del tiempo; sino acción concreta, dinamismo y
creación simbólica constante. El guerrear del México contemporáneo está en la
recuperación del sentido sagrado de sus actos, de su relación con el otro, con
la tierra y los elementos; del compromiso con su creatividad, con el mundo espiritual
más allá de los dogmas, que bulle todavía en los idiomas mesoamericanos, y del
que hay vestigios en estas composiciones, a manera de cadáveres exquisitos
plásticos, que más que discurso es danza de símbolos, alegorías de un
conocimiento ancestral que el inconsciente nacional decodifica aún sin
necesidad de exégesis étnicas. Porque el signo explota en la pupila para
develar la identidad del alma.
La riqueza plástica que, además
de las texturas que la pasta oleosa permite, alcanza la poética de Sánchez de
Icaza en esta serie, es de gran peso simbólico, porque el elemento que imbrica
en sus figuras, si bien no puede leerse como una inscripción, no le resta
significados aleatorios, quizás, a la combinación de formas, las cuales en
algunos casos mantienen sus campos semánticos, apoyando la escena, como es el
caso de El músico, donde el rostro del personaje, emergiendo de las fauces del
animal que su rango militar o religioso le confiere, ejecuta un instrumento de
viento, y el color azul evidencia la liberación de sonidos que son plumas de
cristal, en medio de los cuales viaja la luz del espíritu; o en el Teotihuacano,
donde el personaje aguarda estoico la completa evacuación de la ciudad en
llamas, cuyo reflejo se derrite en los brillos de su rostro; o en Ornamentos, una
vitrina de reliquias que suspende en el espacio la investidura del
guerrero-sacerdote, tal vez ya no como objetos utilitarios para la batalla o el
ritual, sino como advocaciones de poder que pueden ser apropiados por el
espectador, también, como símbolos patrios; o en Los elementos de Tlaloc, donde
la fuerza y dignidad del ser mitológico incide sobre la naturaleza del río, a
través de la voluntad, claramente expresada en la conformación del gesto, los
colores y texturas que el tocado sagrado evoca.
Si bien la serie de veinte
cuadros es sumamente elocuente, en cuanto a la reinterpretación y
reordenamiento de los glifos, sellos, mascarones, sartales de cuentas,
chapetones, dardos, flechas, flores, plumas, pectorales, signos calendáricos,
elementales, del sol, la luna y el tiempo, entre otros, hay dos cuadros que son
emblemáticos por su impactante sincretismo y trascendencia universal: El cristo
mexicano, y El toro mexicano. En estas piezas queda perfectamente bien
articulada la cosmovisión enriquecida de un ser complementado - oriente y
occidente en el centro del universo; en el ombligo de la luna-, con un lenguaje
renovado de México para el mundo, como parte de la expresión de esa nueva
conciencia que surge del chakra activo de la tierra que es la mujer blanca; la polaridad
cósmica que hace resurgir el espíritu creativo, lúdico y lúcido de los
pobladores de Cem-Anahuac.
El cristo mexicano devuelve el mito icónico de la
civilización judeo-cristiana incrustado de simbologías encriptadas que
evidencian el infinito rompecabezas existencial que ha creado la historia, a
través de la fe y la magia sagrada. Y El toro mexicano es la elaboración de una
figura de poder a través de la cual se asimila toda la historia de europa, para
devolverla enhiesta en un hito que simboliza la fuerza imbatible y la nobleza
de un pueblo que busca nuevos derroteros, pues ya no acepta el castigo ni el
dolor como acicate.
Esta aportación del maestro
Sánchez de Icaza evidencia lo que ya de suyo tiene de conceptual el códice como
soporte escritural pictográfico. Y así como fue sustituida la Tonantzin, el
aspecto positivo de la madre celeste, por la imagen de la Virgen de Guadalupe
en 1531, a través de una tilma hecha para ser leída por un pueblo fervoroso –y no
sólo para ser mirada-, MexiCalidad puede considerarse en conjunto un nuevo
códice articulado para ser leído también, no sólo para ser mirado como cuadros
aislados. Pues el todo es mayor que la suma de sus partes, y juntos develan la
otra cara de la madre, Coatlicue, la sagrada madre muerte, la que lleva a la
altura del vientre un atajo de saetas de las que cuelgan dos grandes lenguas de
pedernal, y juntas simbolizan el fuego de la creación. Sepamos leer entre líneas el misterio de la
identidad futura que aquí se nos presenta.
Imágenes: Toro mexicano, Músico, Ornamentos, Cristo mexicano, de Rafael Sánchez de Icaza.
Analista cultural
arteduro.dealers@gmail.com
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