No hay que confundir las expresiones contemporáneas de creatividad
que surgen con la sobre-estimulación mediática y el exceso de información, con
el canon del arte contemporáneo. A éste último se le atribuyen muchas piezas
que si bien son producto del presente, no clasifican dentro de la categoría citada.
Sin embargo, no es fácil, en estos cruces ideológicos, hallar la hebra que nos
dirija con claridad hacia una definición concreta, medible y real de lo que es
el arte hoy en día. Si a lo largo de la historia no lo ha sido, hoy, en medio
de una gran confusión de valores ese ansiado acierto se antoja casi imposible.
Sobretodo, cuando la oferta oficial –el mainstream- para usar la jerga de la
industria, dicta el sí y el no de acuerdo a los gustos de mercado. Un mercado,
por cierto, cada vez más caprichoso e ignorante; que busca la satisfacción
inmediata, el placer facilón, la risa regalada o el status que le de lo que en
esencia carece. Y para satisfacer esa demanda está el creciente y generoso bono
demográfico, que en este país está a punto de ser obseno: 14.2 millones de
jóvenes, de los cuales una gran parte, ávida de poder, reconocimiento y fama
instantánea correrá a afiliarse a las filas del narco, o se erigirá como futuros
Orozcos, si es que su voracidad capitalista no combina ambas opciones.
Sin embargo, es importante ubicar dentro de la categoría
creativa - esa respuesta natural del individuo ante los problemas; esa
sublimación de la realidad doliente en algo más vivible; esa transformación del
entorno amenazante y agreste en martirio religioso y penitencia que busca
redención, el valor real de las búsquedas individuales, de los manifiestos
colectivos -si es que los hay-; de las luchas generacionales -si es que éstas
se gestan en la unidad.
Los individuos nacidos en los ochentas han sido criados y
lanzados al mercado bajo el signo del “rating”. Inmersos en el culto a la
personalidad piensan la trascendencia en términos de audiencia, y miden su
éxito en puntos de popularidad. Eso es lo que nos ha enseñado la cultura
mediática, de la que no están exentas las expresiones culturales, y dentro de
ellas el arte. Es cierto, el dogma actual dice que si no sale en la tele no
existe. Este fenómeno es exponencial en internet. El “boom” de las redes
sociales nos ha permitido fungir como editores de nuestro propio medio. Y es
ahí, en ese espejo de narciso, donde nos reflejamos, nos reconocemos y nos
validamos ante una pequeña comunidad complaciente y acrítica, acostumbrada a
consumir televisión chatarra y publicidad como las expresiones más altas del
pensamiento a la mano.
La preocupación de la crítica Avelina Lesper es urgente,
válida y puntual, pues exigir a un autor un juicio crítico, apertura, dominio
técnico y capacidad de ejecutar un discurso plástico, amén de las
justificaciones curatoriales, es tarea mínima de cualquier individuo que se
precie de ser autor. Es importante desbrozar los intereses de mercado del
ejercicio filosófico, de la búsqueda creativa que permite a un artista hallar
una veta dentro de su lenguaje creativo, no sólo plástico, sino literario,
musical o de cualquier índole estética que elija, y contribuir a la creación de
conocimiento, a repensar la realidad a través de los sentidos. Si aquello
alcanza la categoría de arte se defenderá por sí mismo. Entonces, vendrá la
siguiente parte del proceso de socialización del arte que será la exposición en
galerías, museos y/o colecciones privadas. A partir de entonces ese producto
cultural obedecerá a las leyes del mercado, de la oferta y la demanda, la
especulación y el intercambio. Pero no antes. Por lo tanto, habremos de saber diferenciar
muy bien su valor estético del comercial. Confundirlos es lo que hoy se está
volviendo un disparate.
Pero si el asunto del artista es
la creación, su compromiso es con el tiempo. Y lo efímero de una moda no
permite establecer ese diálogo necesario con la historia. Aquí topamos con una aparente paradoja: ¿Entonces
de qué vive el artista? La respuesta es: No hay artista monotemático. La
diversificación le es natural. Todo artista, por tradición ha sido oficial de
su disciplina. Esto le ha permitido llevar su lenguaje técnico-filosófico hasta
sus últimas consecuencias, lo que se supone le ha otorgado una voz propia. En
el camino existen una gran cantidad de acciones remunerables asociadas a su tarea.
Es conocido el caso del pintor que hace diseño, del escritor que escribe
anuncios publicitarios o hace periodismo, del fotógrafo que desarrolla su obra
personal paralelamente a su trabajo comercial; el músico que hace jingles, etc.
Y curiosamente son éstos los que se destacan en su medio por ese “toque
artístico” que le imprimen a su trabajo. El problema es que muchos de los
artistas contemporáneos (actuales habría que decir para no sobrevaluarlos) no
tienen un lenguaje depurado, ni dominan una técnica, ni aspiran a la maestría
de oficio alguno, lo cual los pone en una posición desventajosa para sobrevivir,
y es por eso que buscan el beneficio mercantil de sus ideas, sin tener el
sustento ejecutivo que requieren, vendiendo justificaciones curatoriales, como
bien lo apunta Lesper.
Esta ansia mediática por el reconocimiento es lo que nos ha
confundido. Estamos exponiendo talentos antes de consumarse, consolidando
carreras antes de cimentarse, batiendo hierros antes de templarse en el frío de
la disciplina y el silencio, y todo por una urgente necesidad de alcanzar la
inmortalidad… en vida. Padecemos una sobreexposición de trabajos que deberían
quedarse en el ámbito privado para madurar y hallar su resonancia universal;
disfrutarse en el pequeño coto de la familia, los amigos o los conocidos, como
una muestra de osadía, talento y creatividad que sirva de estímulo para generar
un diálogo comunitario, crear lenguajes y expresiones individuales.
Muchos ejemplos de arte producido con materiales de desecho,
con basura, con estambres o inscritos en un pristinismo técnico quedan en el
terreno de la manualidad, el arte decorativo, la artesanía gastronómica, incluso
el arte curativo, disciplina que puede ser un catalizador de talentos, pero que
dista mucho de insertarse en la creciente enciclopedia de historia del arte. Al
respecto de esta última categoría quiero abogar por su alto contenido
terapéutico, e invitar a quienes se saben o se sienten artistas; o al menos
creativos, a que miren sus creaciones con la humildad con que se nombra la
medicina que alivia sus dolores de cabeza, sus calambres emocionales, sus
inflamaciones existenciales, antes de autoerigirse como la más reciente
revelación de la feria en turno, porque una ocurrencia no hace discurso.
Calle de Dolores e Independencia.
Lo que es de rescatarse en medio de esta gran exaltación es
el impulso hacia la búsqueda de nuevos lenguajes, hacia la experimentación, el
humor, la creatividad cotidiana, desembarazada de la expectativa de obra de
arte, desnuda de objetivos mercantiles o ideologías de marca, que permite una
expresión social, que crea cultura. Sepamos exigir a los autores la seriedad
ejecucional de sus ideas, y reconozcamos en su justa medida esa inercia
chabacana y desparpajada que heredó la irreverencia de un mingitorio hace casi
cien años, pues si bien rara vez otra propuesta ha alcanzado ese momentum, el
espacio tiempo que ha generado deberá decantarse pronto hacia nuevas
expresiones que nutran el canon de los años por venir. Hemos de estar atentos a
no inhibir esos egos estimulados por la posibilidad de transformar, crear,
parodiar, apropiar lenguajes que ayuden a convertir el día a día en un
ejercicio lúdico capaz de convertirse en un oficio útil, y quizás más tarde en
un arte. Lo que sucede es que el ente social está tan acostumbrado al estímulo
estroboscópico de la televisión que aplaude casi cualquier cosa, y no aprende a
discernir que la mirada del arte, si es que a algo aspira, está más allá del instante
consumible y desechable.
Las arenas movedizas de estos tiempos mezclan muchas aguas
que al beberlas producen la locura de la opinión sin fundamentos. Retomando la
inquietud de la crítica Lesper en torno a la psiquiatría y el arte (ver
artículo sobre el Síndrome de Diógenes en su blog), hay que recordar que en la
dialéctica histórica la sociedad condena hoy lo que mañana propiciará. Muchos
individuos han transitado por el canal de la locura atados a la soga de la
creación. Quizás, de no ser por su actividad artística, consciente o no,
habrían terminado en un manicomio. Y no son pocos los poetas, filósofos,
pintores que conocieron esta experiencia en carne propia, sin que esto demeritara
sus hallazgos. Porque antes que nada el arte es hallazgo.
Sí, tal vez sea ahora la moneda del marketing la que defina si habrán de ir al pabellón psiquiátrico o al museo. Ellos tienen el derecho de creer su verdad y llevarla hasta las últimas consecuencias. Lo mismo que el espectador deberá saber discernir entre aquello que le brinda una experiencia estética, espiritual que enriquezca su vida y contribuya a entender su momento histórico, o lo desprecie cual basura, más allá de lo que el “artista” exponga y el curador disponga.
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