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miércoles, 19 de septiembre de 2012

Ocurrencia no hace discurso, sobre las ascuas del facilismo, por José Manuel Ruiz Regil




No hay que confundir las expresiones contemporáneas de creatividad que surgen con la sobre-estimulación mediática y el exceso de información, con el canon del arte contemporáneo. A éste último se le atribuyen muchas piezas que si bien son producto del presente, no clasifican dentro de la categoría citada. Sin embargo, no es fácil, en estos cruces ideológicos, hallar la hebra que nos dirija con claridad hacia una definición concreta, medible y real de lo que es el arte hoy en día. Si a lo largo de la historia no lo ha sido, hoy, en medio de una gran confusión de valores ese ansiado acierto se antoja casi imposible. Sobretodo, cuando la oferta oficial –el mainstream- para usar la jerga de la industria, dicta el sí y el no de acuerdo a los gustos de mercado. Un mercado, por cierto, cada vez más caprichoso e ignorante; que busca la satisfacción inmediata, el placer facilón, la risa regalada o el status que le de lo que en esencia carece. Y para satisfacer esa demanda está el creciente y generoso bono demográfico, que en este país está a punto de ser obseno: 14.2 millones de jóvenes, de los cuales una gran parte, ávida de poder, reconocimiento y fama instantánea correrá a afiliarse a las filas del narco, o se erigirá como futuros Orozcos, si es que su voracidad capitalista no combina ambas opciones. 

Sin embargo, es importante ubicar dentro de la categoría creativa - esa respuesta natural del individuo ante los problemas; esa sublimación de la realidad doliente en algo más vivible; esa transformación del entorno amenazante y agreste en martirio religioso y penitencia que busca redención, el valor real de las búsquedas individuales, de los manifiestos colectivos -si es que los hay-; de las luchas generacionales -si es que éstas se gestan en la unidad. 

Los individuos nacidos en los ochentas han sido criados y lanzados al mercado bajo el signo del “rating”. Inmersos en el culto a la personalidad piensan la trascendencia en términos de audiencia, y miden su éxito en puntos de popularidad. Eso es lo que nos ha enseñado la cultura mediática, de la que no están exentas las expresiones culturales, y dentro de ellas el arte. Es cierto, el dogma actual dice que si no sale en la tele no existe. Este fenómeno es exponencial en internet. El “boom” de las redes sociales nos ha permitido fungir como editores de nuestro propio medio. Y es ahí, en ese espejo de narciso, donde nos reflejamos, nos reconocemos y nos validamos ante una pequeña comunidad complaciente y acrítica, acostumbrada a consumir televisión chatarra y publicidad como las expresiones más altas del pensamiento a la mano.

La preocupación de la crítica Avelina Lesper es urgente, válida y puntual, pues exigir a un autor un juicio crítico, apertura, dominio técnico y capacidad de ejecutar un discurso plástico, amén de las justificaciones curatoriales, es tarea mínima de cualquier individuo que se precie de ser autor. Es importante desbrozar los intereses de mercado del ejercicio filosófico, de la búsqueda creativa que permite a un artista hallar una veta dentro de su lenguaje creativo, no sólo plástico, sino literario, musical o de cualquier índole estética que elija, y contribuir a la creación de conocimiento, a repensar la realidad a través de los sentidos. Si aquello alcanza la categoría de arte se defenderá por sí mismo. Entonces, vendrá la siguiente parte del proceso de socialización del arte que será la exposición en galerías, museos y/o colecciones privadas. A partir de entonces ese producto cultural obedecerá a las leyes del mercado, de la oferta y la demanda, la especulación y el intercambio. Pero no antes. Por lo tanto, habremos de saber diferenciar muy bien su valor estético del comercial. Confundirlos es lo que hoy se está volviendo un disparate.


Pero si el asunto del artista es la creación, su compromiso es con el tiempo. Y lo efímero de una moda no permite establecer ese diálogo necesario con la historia.  Aquí topamos con una aparente paradoja: ¿Entonces de qué vive el artista? La respuesta es: No hay artista monotemático. La diversificación le es natural. Todo artista, por tradición ha sido oficial de su disciplina. Esto le ha permitido llevar su lenguaje técnico-filosófico hasta sus últimas consecuencias, lo que se supone le ha otorgado una voz propia. En el camino existen una gran cantidad de acciones remunerables asociadas a su tarea. Es conocido el caso del pintor que hace diseño, del escritor que escribe anuncios publicitarios o hace periodismo, del fotógrafo que desarrolla su obra personal paralelamente a su trabajo comercial; el músico que hace jingles, etc. Y curiosamente son éstos los que se destacan en su medio por ese “toque artístico” que le imprimen a su trabajo. El problema es que muchos de los artistas contemporáneos (actuales habría que decir para no sobrevaluarlos) no tienen un lenguaje depurado, ni dominan una técnica, ni aspiran a la maestría de oficio alguno, lo cual los pone en una posición desventajosa para sobrevivir, y es por eso que buscan el beneficio mercantil de sus ideas, sin tener el sustento ejecutivo que requieren, vendiendo justificaciones curatoriales, como bien lo apunta Lesper.

Esta ansia mediática por el reconocimiento es lo que nos ha confundido. Estamos exponiendo talentos antes de consumarse, consolidando carreras antes de cimentarse, batiendo hierros antes de templarse en el frío de la disciplina y el silencio, y todo por una urgente        necesidad de alcanzar la inmortalidad… en vida. Padecemos una sobreexposición de trabajos que deberían quedarse en el ámbito privado para madurar y hallar su resonancia universal; disfrutarse en el pequeño coto de la familia, los amigos o los conocidos, como una muestra de osadía, talento y creatividad que sirva de estímulo para generar un diálogo comunitario, crear lenguajes y expresiones individuales.

Muchos ejemplos de arte producido con materiales de desecho, con basura, con estambres o inscritos en un pristinismo técnico quedan en el terreno de la manualidad, el arte decorativo, la artesanía gastronómica, incluso el arte curativo, disciplina que puede ser un catalizador de talentos, pero que dista mucho de insertarse en la creciente enciclopedia de historia del arte. Al respecto de esta última categoría quiero abogar por su alto contenido terapéutico, e invitar a quienes se saben o se sienten artistas; o al menos creativos, a que miren sus creaciones con la humildad con que se nombra la medicina que alivia sus dolores de cabeza, sus calambres emocionales, sus inflamaciones existenciales, antes de autoerigirse como la más reciente revelación de la feria en turno, porque una ocurrencia no hace discurso.

 Calle de Dolores e Independencia.
Lo que es de rescatarse en medio de esta gran exaltación es el impulso hacia la búsqueda de nuevos lenguajes, hacia la experimentación, el humor, la creatividad cotidiana, desembarazada de la expectativa de obra de arte, desnuda de objetivos mercantiles o ideologías de marca, que permite una expresión social, que crea cultura. Sepamos exigir a los autores la seriedad ejecucional de sus ideas, y reconozcamos en su justa medida esa inercia chabacana y desparpajada que heredó la irreverencia de un mingitorio hace casi cien años, pues si bien rara vez otra propuesta ha alcanzado ese momentum, el espacio tiempo que ha generado deberá decantarse pronto hacia nuevas expresiones que nutran el canon de los años por venir. Hemos de estar atentos a no inhibir esos egos estimulados por la posibilidad de transformar, crear, parodiar, apropiar lenguajes que ayuden a convertir el día a día en un ejercicio lúdico capaz de convertirse en un oficio útil, y quizás más tarde en un arte. Lo que sucede es que el ente social está tan acostumbrado al estímulo estroboscópico de la televisión que aplaude casi cualquier cosa, y no aprende a discernir que la mirada del arte, si es que a algo aspira, está más allá del instante consumible y desechable. 

Las arenas movedizas de estos tiempos mezclan muchas aguas que al beberlas producen la locura de la opinión sin fundamentos. Retomando la inquietud de la crítica Lesper en torno a la psiquiatría y el arte (ver artículo sobre el Síndrome de Diógenes en su blog), hay que recordar que en la dialéctica histórica la sociedad condena hoy lo que mañana propiciará. Muchos individuos han transitado por el canal de la locura atados a la soga de la creación. Quizás, de no ser por su actividad artística, consciente o no, habrían terminado en un manicomio. Y no son pocos los poetas, filósofos, pintores que conocieron esta experiencia en carne propia, sin que esto demeritara sus hallazgos. Porque antes que nada el arte es hallazgo.

Sí, tal vez sea ahora la moneda del marketing la que defina si habrán de ir al pabellón psiquiátrico o al museo. Ellos tienen el derecho de creer su verdad y llevarla hasta las últimas consecuencias. Lo mismo que el espectador deberá saber discernir entre aquello que le brinda una experiencia estética, espiritual que enriquezca su vida y contribuya a entender su momento histórico, o lo desprecie cual basura, más allá de lo que el “artista” exponga y el curador disponga.

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