*Texto para el catálogo de la exposición Vida en tránsito La
naturaleza muerta revisitada 23 de
febrero al 9 de marzo de 2011, Galería Aldama Fine Art.
Paren
al mundo que me quiero bajar.
— Mafalda
/ Quino
Todo
es vanidad de vanidades
— Eclesiastés
12:8
Mientras Lot y
su familia huían de Sodoma, su mujer Yrit (Edith), desobedeciendo al mandato de
Yahveh, se volvió para mirar hacia atrás la ciudad devastada, y quedó
convertida en estatua de sal, como castigo. Esta minúscula, pero significativa
anécdota bíblica, puede ser la semilla que engendre una explicación acerca del
interés que muestra el espíritu colectivo de los últimos años por mirar, de una
manera perenne, fragmentos de la historia inmediata que quisiéramos detener y
estudiar con detalle. Sobre todo, cuando nos hemos dado cuenta de que no sólo
es la cantidad de eventos con los que la contemporaneidad nos azota, sino la
velocidad con la que los presenta. Esa es, quizás, la búsqueda de ruptura que
algunos artistas emprenden, desde diferentes trincheras, y sin una aparente
conciencia de grupo (al menos no declarada).
Los artistas que
en la colectiva Vida en tránsito. La
naturaleza muerta revisitada presenta la Galería Aldama Fine Art reflejan
que, perteneciendo a generaciones distintas, hay una demanda espiritual, un
llamado interno de este tiempo que los conduce por el camino de la recuperación
figurativa, aun en abstracto (Gustavo Quiroz); del estatismo en sus temas, aun
en la vorágine de la escena (José Antonio Farrera); del viaje del héroe que
está destinado a hallarse en el paraje más lejano de su ego para volver al
principio (Elia Andrade). Estas biopsias que le hacen al tejido del tiempo en
sus obras, es decir, Cronopsias —valga
la licencia—, les permite eternizar el instante y contemplarse en el espejo de
lo ordinario, a sabiendas de que habrán de correr la misma suerte que Yrit
(Edith), con la diferencia de que no serán ellos personalmente quienes muten
mineral, sino su tránsito, el cual en un aparente Still, empujará la historia, a través de un pasaje de la nueva
pintura contemporánea. Si la visitación trae epifanía como pretexto, la revisita
es por demás evangélica; y en tiempos de apocalipsis, salvación.
Quizás el
dominio de la técnica, la experiencia académica, tácito en su factura, plantee
en ellos un dilema muy grave, en un momento histórico donde la esperanza de
vida es cada día mayor, y la ilusión de trascendencia puede desvanecerse de un
segundo a otro, como la sonrisa del gato de Cheshire, pues teniendo la
elocuencia técnica que muestran ¿de qué temas se ocuparán? Al parecer los
artistas que conforman esta colección sólo quieren decir su día, su entorno, el
mundo tal cual. Y al hacerlo revelan, queriéndolo o no, racimos de presencias
que por encima de las preferencias, los homenajes y las influencias asumidas,
acuden a la revisita, resolviendo la paradoja del género en el tiempo.
La cartografía
fantástica que presenta Silvia Andrade resignifica al bodegón pautando
meridianos que armonizan la desproporción de los objetos, para crear una
topografía portátil como el tiempo, diseñando rutas donde el movimiento alterna
lo real/virtual en un espacio bidimensional.
Los objetos de
Yampier Sardina revelan el diálogo de las categorías (El exquisito sueño de la relación) en el que los objetos esbozan
una leve empatía entre sí, y hasta posturas bipolares (Jineteras). O incluso, resalta el valor de los objetos de su afecto
en contraste con lo artificioso de su atrezzo,
en un entorno que a la vez denuncia una inevitable decadencia del mundo
exterior a la composición (Propuesta
deseada / Sesión con el deseo).
En algunos, de
una manera más o menos clara, se advierte un tirar el guante que reta a duelo a
los grandes maestros. Es el caso de Elia Andrade que en el caballo de Troya de
sus bodegones despliega una intertextualidad transdiciplinaria. Rescata la
imagen del cine (Todas las mañanas del
mundo, Alain Corneau, 1991) y la devuelve a la tradición pictórica con un
guiño de complicidad. La botella de vino encestada, la copa y el plato con gofrenatas
constituyen el modelo de cuadro que mira el cuadro, que mira el encuadre, que
mira el cuadro original de Monsieur Baugin Le
dessert de Gaufrettes. El pasaje fílmico tiene especial trascendencia por
el cuestionamiento acerca del arte, lo efímero y la eternidad, en el que se
inserta también la propuesta de la autora.
Otro claro
manotazo histórico lo da Miguel Angel Garrido, cuya fuerza y luminosidad sacan
brillo a las paletas de las cuales sí se
atreve a decir su nombre (Aves y
pescado con Bacon), como si estuviera decidido a arrebatarles el podio. Jarra con girasoles, es un gesto
desenfadado que se sacude el super-yo impuesto por el maestro holandés y arrasa
con las cosas de la mesa para plantarse en ella renovando el tema; liberándolo
para sus contemporáneos, con una luz de sótano que revela al objeto una
presencia rotunda, y sin embargo, asume caminar en armonía con la poderosa gran
sombra de su pasado.
A esta
conversación silenciosa entre contemporáneos se integra José Antonio Farrera,
ahora en su encarnación de florista experto en fragancias cromáticas y olores
primarios, presentando un arrebato natural (Viejo
bouquet en vasija, Bouquet de la casa
amarilla y Bouquet muy muy viejo en
rojo y amarillo), cuya profusión de pétalos se derrama sobre el lienzo, en
un desparpajo orgánico al que el corsé de la cultura le es insuficiente para
esconder sus raíces instintivas llenas de inercia germinal.
Haciendo un
bello contraste en la paleta y el concepto, El
desayuno y Una mañana de domingo
de Gustavo Quiroz, relajan la tensión y brindan una claridad chispeante
provocada, tal vez, por la palidez que desdibuja los objetos, incrustándolos en
una sugerida atmósfera onírica o fantástica, casi urbana, sin por ello
abandonar el género acordado.
Las piezas de
Juan Carlos del Valle, aportan la crudeza de lo dos veces inerte. Apenas nos detiene en el memento mori del ave, pues por lo
regular en la acción abrumadora de preparar las viandas, se pierde conciencia
del cadáver que acabamos de crear. Así en Caída
libre, la docilidad con que se abandona a la fuerza de gravedad el objeto,
evidencia la calidad material que en estado inanimado conserva.
Manuel Garibay
parece inscribirse en la estética del deterioro, y desde ahí, establecer un
diálogo con la historia, sin maquillajes, ni retóricas rancias. Caída, ese arriate de girasoles muertos
amarrados por una cadena herrumbrada ante una puerta de madera podrida,
pareciera el testimonio simbólico de cien años de batalla icónica. El Comal solar arde provocando un acomodo
concéntrico del muro a su alrededor.
La festividad de
la muerte la plasma Miguel Ángel Ramos en Moras e
Indio / Red Coca, La pesadilla, y Honoris causa,
donde actualiza el Vanitas aportando
ese toque de contemporaneidad, que de quedarse en la inclusión de un objeto
cotidiano, quizás, sería menor; mas, el tratamiento del lienzo, el
escurrimiento y derretimiento de los elementos en su composición —incluso el
deterioro del fondo— parecen compartir el desencanto de una época que oscila
entre lo onírico y la ficción, sin que por ello se soslaye la autodestrucción.
Las aves que
presenta Luis Argudín reiteran la figura mitológica de la estatua de sal a la
que hemos recurrido para abordar esta exposición. La simbología que reviste a
estos depredadores (libertad) se mantiene resguardada doblemente en estos Vanitas naturae, (por la disección y la
pintura) en que el movimiento, la velocidad y sagacidad que los caracteriza, y
que inspiran al hombre a soñar con la posibilidad de emularlos, ha quedado
inmóvil en un instante para siempre. La
dura luz proyecta las siluetas sobre la pared o la cortina con una fuerza que
quisiera impregnarse en el tiempo, dejando la huella de lo que ya no será más.
Estas piezas y
sus autores, como Yrit miran eternamente la ciudad de la pintura devastada por
el tiempo y las ideologías. Se detienen y se separan en el camino de sus más
cercanos. Pero a cambio ganan el privilegio de lo cotidiano, aunque sea
pasajero; apenas una breve transición entre la nada y el ser.
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