*Presentación del libro
Letras vencidas, cartas marcadas
de Juan Carlos Abreu y
Abreu, Ed. VersodestierrO
Viernes 25 de Abril de
2008 Biblioteca Amalia González Caballero
Letras vencidas, cartas marcadas, de Juan
Carlos Abreu y Abreu, es un sarcófago de intimidades compartidas, no con
impudor, sino con la veladura oficiosa de un alma arrestada en el Samsara, que
de tanto rodar canta al hastío, al desconsuelo, la incertidumbre y la congoja
con aliento templado de gresca espiritual. A pesar de ello, no sólo mantiene la
belleza del misterio, sino que además la muestra con sobrada compasión y un
dejo de asumida derrota. Cito el final del poema Depresión tropical “nunca
supe transitar del desconsuelo a la esperanza”. Mas no por ello deja de
cantar. Al contrario. Sale airoso de este ir y venir entre Pañales y
Sudarios, como lo anunciara León Felipe,
para compartir su conclusión corolaria: del mismo poema: “...heme aquí,/ he
aprendido a reírme del dolor/ y a dolerme de alegrías”.
La intención de Abreu es volar alto; sublimar
lo inevitable. Por ello en el escenario gramático donde transcurre la
transmigración, que es su poesía, “calza los coturnos”, “viste el peplo”. Transgrede el
hermetismo para develar el secreto de la permanente impermanencia.
Abreu despliega en su ofrenda poética una
nostalgia de destino; trasciende su vocación de avatar y narra los efectos de
una rendición ontológica, cantando “letras vencidas, cartas marcadas”
con la misma fatalidad con la que pasa el tiempo; con el desconsuelo de quien
recuenta los daños de la existencia, para descubrir que “no era necesario”
casi nada, porque al final, ni la muerte acaba.
Abre el poemario con una asunción de quien
sabe que ha transitado por la eternidad desde el principio del tiempo y no lo
calla. “Soy decano en angustias”, declara. Como el Orlando de Virginia
Wolf , el poeta construye una identidad polimorfa, perenne, a través de los
siglos, donde la ausencia, el olvido y el silencio son sus más íntimos
compañeros.
La instancia V de Autorretrato hace la escala
obligada en el centro de la historia. En el punto cero de la conciencia
colectiva. Sabemos que el sujeto a quien habla es uno mismo, aunque quiera
alejarlo con el uso de la 2da. Persona. Cualquiera de nosotros que en su día
asuma su condición de “Lázaro podrido”, milagro de un capricho del que
nadie ha sido ajeno. Todos somos Lázaros resucitando eternamente. ¡Más he aquí
donde el olvido es redención!. Aun así, la lucidez del estro de Abreu no
escatima experiencias ni soslaya la memoria. Por eso canta: “Lo que al
rufián es fiesta, en mí es picota”.
“Recuento de daños” pareciera un foto álbum de
instantáneas añejas y raídas por la necedad de una criatura inconsciente, o la
perversión de un teúrgo a quién le habría bastado un ¡No más! Para suspender su
mórbido artificio.
“...no era necesario/acudir al
arrepentimiento/luego de aquel beso en la mejilla/para lucir la testa de
espinas coronada”.
Si en la instancia II de Autorretrato
sentencia ”Lo único que puede ocultar el silencio: /es la verdad; /lo que no
puede esconderse del silencio: /es el salitre de una lágrima, / ingrata
delatora / tan íntima como el pudor, /tan frágil como la inocencia”, he
aquí entonces, el llanto fósil del poeta, anunciado en el poema que da nombre al
libro como una amenaza cumplida “he de romper el silencio, / voy a
desgranarlo / hasta tenerlo amartajado / entre los dientes...
Con esa determinación existencial desuella el
tiempo en un exorcismo del ego; ejercicio de desprendimiento de este gozo tránsfuga
que es el intermezzo entre dos nadas que llamamos vida, para confesar
desprendimiento y acusar al destino alcahuete del plagio, consciente de que la
posteridad tragará sus versos, pues “otro bardo empuñará el cálamo / y ciego
cantará los yambos”. Avistamiento que también hiciera, Borges, el diógenes
gaucho, al declarar que “todos escribimos uno y el mismo poema, el de la
humanidad”.
En Jardines solitarios barrunta una poética de
la escritura como “esa excusa para lo inclemente del desasosiego” y luego
de dos instancias nos ofrece la mueca socarrona del que bebe la cicuta del
tiempo “Todo es una fiesta, /... el lagarto lloriquea / la presa de sus
fauces : /carcajada.
Concluye el poemario con una aparente evasión.
No me queda claro si es anuncio o testimonio ¿Y quién quisiera quedarse al
baile después de semejante mascarada? “....huyo”, dice el bardo. Pero no
con horror, sino con la prudencia de un ogro que se sabe romo ante el rosario
infinito de instantes y sutilezas de esta noria; consciente de su insuficiente
pasión para trastocar el orden cósmico, sino, acaso, con la palabra más fina.
Así, como los amorosos de Sabines, esos que abandonan, los que siempre se
están yendo, el poeta “huye, siempre”.
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