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domingo, 22 de abril de 2012

Pedro Navajas a la franciscana o el paria de Asis, por José Manuel Ruiz Regil



“Bendito el que nada espera porque no será decepcionado” Pedro Emiliano
Lo bueno; si breve, dos veces bueno; y si malo, mejor.

La breve selección de poemas que Pedro Emiliano nos entrega hoy, a través de la Editorial Verso DestierrO podría leerse como una guía de turismo para el desencantado; para el individuo condenado a vida; para aquel cuyo universo de posibilidades se circunscribe al ámbito de la pulquería, el prostíbulo, la calle desierta, el crimen y el pasón; y  donde la ebriedad es la única posibilidad de redimirse. Pero detrás de esta aparente decadencia –así lo deja ver la poética del autor- reposa un gran amor humanista, que Emiliano testimonia a través del lenguaje que elige para tocar a los cofrades de la desgracia; una mirada compasiva, de hermano mayor, que se duele del dolor ajeno –y  que lo hace propio-  ante la inconcebible posibilidad de que sea real.
A pesar del sórdido ambiente de sus descripciones y de las situaciones urbanas que narra como estampas de calendario, su palabra es suave, amable, como si fuera consciente de que aquel libre albedrío que encomienda a “Santa Juana de los ojos rojos, patrona de los asesinos”, es una caja de doble fondo donde la única opción de elegir es entre lo malo y lo peor. A través de esta suerte de visión santificada construye una colectividad donde el desamparo de uno, el abandono del otro, la abyección de aquella forman la ofrenda que ha de elevarse a lo alto; y es aquí donde la intervención del poeta es esencial, pues es él quien, embebido de las esencias pútridas del dolor, sublima la existencia vulgar en un apostolado que recibe de piernas abiertas a todo aquel que desee la salvación. Su altar, un colchón raído rescatado del basurero, donde los amantes se refocilan en sus desgracias y se liberan totalmente de la posibilidad de optar. Pero arriba de ellos está el poeta, como retablo sobre la cabecera, orando. Y su oración no solo amansa un lobo, como la del Santo de Asis, amansa la jauría de vicios a los que mantiene a raya por el lapso sin tiempo que dura la desmemoria, con el único objeto de brindarles una paz efímera. Después del clímax, sabe que habrá de abandonarlos a su suerte, y que serán devorados por las fauces de sus debilidades; y que a él mismo, la muerte también lo esperará al doblar la esquina.

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