Gracias, por favor, disculpe. Eso no es educación
Me preocupa la cultura en mi país, la educación. Es decir, la forma en que nos relacionamos los ciudadanos, el concepto mismo de ciudadanía y bien común. Se me cruzan los cables cuando me doy cuenta de que para mucha gente educación es cortesía, buenos modales, moralina. Eso no es educación, es sumisión.
La educación es mucho más que eso. Es tener un sustrato de información y sentimientos que permitan leer la realidad y confrontarla con los ideales éticos con los que uno se ha comprometido, o al menos con los ideales morales de la época; entre muchos otros, la libertad, que es la capacidad de elegir, con base en el conocimiento de las opciones.
Si bien el Estado (territorio, gobierno y sociedad) tiene la obligación de garantizar este derecho humano, lo cierto es que en promedio la educación de un mexicano anda por los 9 años. ¿Hasta cuándo vamos a reclamar nuestra mayoría de edad e independencia? ¿Vamos a seguir dejando que el poder económico regule nuestras vidas antes que la ideología y la razón?
¿Cómo educarnos? Acercándonos a la cultura para escudriñar el por qué de las cosas, darnos una razón de su existencia y su función; proponiendo nuevas formas de ser y hacer; dejar de ser espectadores pasivos para convertirnos en receptores activos de valores con los que construir un mundo personal y colectivo. El cine, la danza, el teatro, la música, la literatura, la pintura, las conferencias pueden ahorrarnos muchos años de escuela. El conocimiento es un Aleph, es decir un todo al que se accede por cualquier punto -lo escribió Borges-.
Vivimos bajo la ley de la selva, porque no se aplica la ley de los códigos y los reglamentos, sino la ley del dinero -y no estoy en contra de la riqueza, sino de la riqueza mal empleada; es decir, la que se usa para sobajar al distinto, para aplastar al oponente, para explotar al que no sabe, para comprar consciencias. Peleamos todos los días por salir de la miseria programada que el sistema ejercita para mantener las cosas como están. La mayoría de los políticos han olvidado su misión de servicio, deslumbrados por las oportunidades de negocio que el acceso al mundo del poder -y su miseria espiritual- les ofrece.
La lucha encarnizada que llena nuestras pantallas hoy en día, es la mejor representación de la desunión y el egoísmo en que vivimos. ¿Cómo vamos a construir una nación si para llegar al poder tenemos que eliminar a todo el que no coincide con los planes del ganador? ¿cómo se puede integrar después de unas elecciones al oponente, o al distinto, sino con el desprecio y la condescendencia del tirano? Cada quién para su santo. Porque una cosa es disentir, y otra muy distinta es eliminar de toda posibilidad de embate al adversario.
Se supone que la democracia es un juego civilizado de poder donde los intereses de unos grupos ceden ante los intereses de otros y la res-pública (cosa pública), el bien común, puede administrarse (política). Pero claro, estos sólo son ideales, utopías. Y como diría Galeano, “para eso son, para caminar, para ir hacia ellos, aunque nunca se acabe de llegar”.
Me sorprende y me preocupa saber que el promedio de lectura al año es de más o menos libro y medio; que en varias comunidades del sureste del país generaciones de niños se han quedado sin clases porque sus maestros están “en la lucha”, que de los cientos y cientos de licenciados que egresan de las universidades la mayoría acaban siendo analfabetas funcionales porque no volvieron a leer ni a escribir más que para asuntos burocráticos; que el nivel de lenguaje en la calle -y en los medios- no pasa de wey, no mames, uta, chingón, jodido y sus afines. Y que eso el pueblo lo celebra, lo que significa un atraso cognoscitivo que nos animaliza generación tras generación. Si no venimos del mono, sí vamos hacia él, y a lo mejor hasta nos conviene.
Apenas hace unos años para ser locutor había que tener licencia, y para ello había que pasar una prueba que evaluaba las habilidades del candidato en idiomas, dicción, vocabulario, pronunciación, cultura general; hoy la decadencia en contenidos populares es abrumadora. Pero no me quedaré en la forma, es cierto que a pesar del estilo, algunos locutores o líderes de opinión llegan a conclusiones muy afiladas y logran movilizaciones y causas exitosas. Pero nos hemos centrado en la denuncia mediática, no confiamos en las instituciones de procuración de justicia, preferimos linchar mediáticamente a un presunto delincuente, y mientras así sea seguiremos siendo el país de “no pasa nada”, el número uno en impunidad, fuera de un efímero quemón en los medios. Y si se trata de “gallones”, pues menos. La mayoría de la gente no ha querido al presidente, pero no existen los mecanismos legales para cesarlo, sustituirlo, enjuiciarlo. Estamos en un sistema endogámico que no permite la crítica y el único recurso que tenemos para expresar nuestra inconformidad es el voto; el voto amañado, comprado, anulado, manipulado o exangüe. Con qué poco nos conformamos para garantizar nuestro futuro y el de las siguientes generaciones.
Me preocupa la educación porque cada vez se diluye más ese lenguaje común -si es que existiera-, esa plataforma cultural básica que permite el diálogo entre generaciones y clases sociales. Los códigos de un grupo se cierran para otros; nos convertimos en pequeñas células, tribus, ghettos, bandas incapaces de convivir con el diferente, con ese “otro” que permite reconocer las diferencias, contaminar las culturas y enriquecer la diversidad y la pluralidad bajo un principio de respeto, en paz, sin violencia.
Saber de dónde venimos (históricamente) es un derecho que pocos ejercen, pues lo único que importa para la sobrevivencia es lo inmediato, lo reciente. Manejar conceptos como ética, filosofía, civismo, geo-política, arte, ciencia, economía, lógica, sociología, cultura, empatía, democracia, pluralidad, es indispensable para generar un diálogo entre iguales (ante la ley) y mejorar la calidad de vida. Porque no sólo es tener más, pagar deudas y cambiar lo viejo por el último modelo, es no tener que explicarle tu cosmovisión a cada individuo con quien te topas para poder recibir lo que necesitas; es no tropezar con un zombie en cada estación que no sabe por qué está ahí ni para qué, ni le interesa; es aspirar a que cada encuentro humano en realidad lo sea, y no sólo nos confundamos con humanoides cumpliendo funciones mecánicas que van a ser sustituidos por robots en tres años.
No esperemos a que se resuelva la disputa por la reforma educativa para educarnos. Superemos aquello de “Aprender a aprender” que, como todo lo que toca el poder se ha corrompido, vuelto un slogan vacío y sin sentido, y apropiémonos el conocimiento que nos haga falta para construir nuestros sueños y vivir como queremos, no como podemos o como nos dejan.
Pensando en esto y viendo los resultados de las últimas evaluaciones de tercero de secundaria en matemáticas y lenguaje es que se me ha ocurrido trabajar un proyecto integral, multidisciplinario, utilizando los recursos mediáticos y digitales con los que disponemos ahora, y poniendo toda la atención en las necesidades individuales de los participantes, para irnos poniendo al corriente en esa base de conocimientos semilla que debemos tener y generar un pretexto de aprendizaje colectivo. Esto se llama Disrupted, Laboratorio de ideas. Si quieres saber un poco más de esto, pícale aquí.
¿Cómo educarnos? Acercándonos a la cultura para escudriñar el por qué de las cosas, darnos una razón de su existencia y su función; proponiendo nuevas formas de ser y hacer; dejar de ser espectadores pasivos para convertirnos en receptores activos de valores con los que construir un mundo personal y colectivo. El cine, la danza, el teatro, la música, la literatura, la pintura, las conferencias pueden ahorrarnos muchos años de escuela. El conocimiento es un Aleph, es decir un todo al que se accede por cualquier punto -lo escribió Borges-.
Vivimos bajo la ley de la selva, porque no se aplica la ley de los códigos y los reglamentos, sino la ley del dinero -y no estoy en contra de la riqueza, sino de la riqueza mal empleada; es decir, la que se usa para sobajar al distinto, para aplastar al oponente, para explotar al que no sabe, para comprar consciencias. Peleamos todos los días por salir de la miseria programada que el sistema ejercita para mantener las cosas como están. La mayoría de los políticos han olvidado su misión de servicio, deslumbrados por las oportunidades de negocio que el acceso al mundo del poder -y su miseria espiritual- les ofrece.
La lucha encarnizada que llena nuestras pantallas hoy en día, es la mejor representación de la desunión y el egoísmo en que vivimos. ¿Cómo vamos a construir una nación si para llegar al poder tenemos que eliminar a todo el que no coincide con los planes del ganador? ¿cómo se puede integrar después de unas elecciones al oponente, o al distinto, sino con el desprecio y la condescendencia del tirano? Cada quién para su santo. Porque una cosa es disentir, y otra muy distinta es eliminar de toda posibilidad de embate al adversario.
Se supone que la democracia es un juego civilizado de poder donde los intereses de unos grupos ceden ante los intereses de otros y la res-pública (cosa pública), el bien común, puede administrarse (política). Pero claro, estos sólo son ideales, utopías. Y como diría Galeano, “para eso son, para caminar, para ir hacia ellos, aunque nunca se acabe de llegar”.
Me sorprende y me preocupa saber que el promedio de lectura al año es de más o menos libro y medio; que en varias comunidades del sureste del país generaciones de niños se han quedado sin clases porque sus maestros están “en la lucha”, que de los cientos y cientos de licenciados que egresan de las universidades la mayoría acaban siendo analfabetas funcionales porque no volvieron a leer ni a escribir más que para asuntos burocráticos; que el nivel de lenguaje en la calle -y en los medios- no pasa de wey, no mames, uta, chingón, jodido y sus afines. Y que eso el pueblo lo celebra, lo que significa un atraso cognoscitivo que nos animaliza generación tras generación. Si no venimos del mono, sí vamos hacia él, y a lo mejor hasta nos conviene.
Apenas hace unos años para ser locutor había que tener licencia, y para ello había que pasar una prueba que evaluaba las habilidades del candidato en idiomas, dicción, vocabulario, pronunciación, cultura general; hoy la decadencia en contenidos populares es abrumadora. Pero no me quedaré en la forma, es cierto que a pesar del estilo, algunos locutores o líderes de opinión llegan a conclusiones muy afiladas y logran movilizaciones y causas exitosas. Pero nos hemos centrado en la denuncia mediática, no confiamos en las instituciones de procuración de justicia, preferimos linchar mediáticamente a un presunto delincuente, y mientras así sea seguiremos siendo el país de “no pasa nada”, el número uno en impunidad, fuera de un efímero quemón en los medios. Y si se trata de “gallones”, pues menos. La mayoría de la gente no ha querido al presidente, pero no existen los mecanismos legales para cesarlo, sustituirlo, enjuiciarlo. Estamos en un sistema endogámico que no permite la crítica y el único recurso que tenemos para expresar nuestra inconformidad es el voto; el voto amañado, comprado, anulado, manipulado o exangüe. Con qué poco nos conformamos para garantizar nuestro futuro y el de las siguientes generaciones.
Me preocupa la educación porque cada vez se diluye más ese lenguaje común -si es que existiera-, esa plataforma cultural básica que permite el diálogo entre generaciones y clases sociales. Los códigos de un grupo se cierran para otros; nos convertimos en pequeñas células, tribus, ghettos, bandas incapaces de convivir con el diferente, con ese “otro” que permite reconocer las diferencias, contaminar las culturas y enriquecer la diversidad y la pluralidad bajo un principio de respeto, en paz, sin violencia.
Saber de dónde venimos (históricamente) es un derecho que pocos ejercen, pues lo único que importa para la sobrevivencia es lo inmediato, lo reciente. Manejar conceptos como ética, filosofía, civismo, geo-política, arte, ciencia, economía, lógica, sociología, cultura, empatía, democracia, pluralidad, es indispensable para generar un diálogo entre iguales (ante la ley) y mejorar la calidad de vida. Porque no sólo es tener más, pagar deudas y cambiar lo viejo por el último modelo, es no tener que explicarle tu cosmovisión a cada individuo con quien te topas para poder recibir lo que necesitas; es no tropezar con un zombie en cada estación que no sabe por qué está ahí ni para qué, ni le interesa; es aspirar a que cada encuentro humano en realidad lo sea, y no sólo nos confundamos con humanoides cumpliendo funciones mecánicas que van a ser sustituidos por robots en tres años.
No esperemos a que se resuelva la disputa por la reforma educativa para educarnos. Superemos aquello de “Aprender a aprender” que, como todo lo que toca el poder se ha corrompido, vuelto un slogan vacío y sin sentido, y apropiémonos el conocimiento que nos haga falta para construir nuestros sueños y vivir como queremos, no como podemos o como nos dejan.
Pensando en esto y viendo los resultados de las últimas evaluaciones de tercero de secundaria en matemáticas y lenguaje es que se me ha ocurrido trabajar un proyecto integral, multidisciplinario, utilizando los recursos mediáticos y digitales con los que disponemos ahora, y poniendo toda la atención en las necesidades individuales de los participantes, para irnos poniendo al corriente en esa base de conocimientos semilla que debemos tener y generar un pretexto de aprendizaje colectivo. Esto se llama Disrupted, Laboratorio de ideas. Si quieres saber un poco más de esto, pícale aquí.
José Manuel Ruiz Regil
Poeta, publicista y analista cultural
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