Cómo me ha costado encontrar el ángulo desde el cual abordaré este comentario, pues desde el 19 de enero de 2015 en que el Community manager de la compañía Idiotas Teatro nos invitó al estreno de “O” en el Teatro La Gruta del Centro Cultural Helénico, me he debatido entre la decepción y la culpa. Y casi renuncio al reto de decir con verdad lo que pienso de esta puesta en escena. Pero no fue así, y seguí dándole vueltas y vueltas, rescatando en mi mente lo muy bueno que tiene la propuesta, y al mismo tiempo desconcertado por la ejecución. ¿Estaré tan equivocado? , me decía. Y una voz interna me respondía que no, que tenía que decir lo que había visto aunque me sintiera como el chiste de aquel que va en sentido contrario en el periférico y de pronto se pregunta, ¿por qué todos vienen al revés?
Desde este espacio de perplejidad les diré que “O” de Fernando Reyes Reyes, en concepto, es un bello poema que expresa, casi sin palabras la trascendencia del poder del espíritu, a través de la imaginación. Lo primero que me llama la atención es su nombre. Yo quisiera pensar que esta vocal abierta, incluyente, sonora, profunda; que también puede ser un cero que no contiene nada y a la vez encierra todo; que es, asimismo, un círculo infinito que gira y da vueltas sobre sí mismo, o en espiral hacia atrás y hacia delante, como un chakra, haciendo un vórtice que proyecta o abduce todo lo que pasa frente él como enigmático hoyo negro, no sólo es un signo, sino también un símbolo, de totalidad, tal vez; una ventana hacia el mundo de la ficción; al paraíso onírico donde los miedos y las fantasías construyen personajes cuyo destino se expresa en la vigilia a través de nuestros actos fallidos o intuiciones.
En el programa de mano nos dan una pauta: ”O” es uno de los mil círculos de la tierra que nos toca habitar. Todas las cosas cambian; nada muere. El espíritu ambula de aquí para allá y ocupa el marco que le place…porque aquello que una vez existió ya no es y lo que no era ha llegado a ser. Así el enorme círculo de movimiento ha girado una vez más”. Hasta aquí parece que coincido con Joseph Campbel.
La historia se desarrolla en un espacio impreciso donde la catástrofe ha sucedido recientemente. Nos encontramos en una atmósfera hostil, donde la desolación y el dolor amenazan la esperanza de alcanzar algún día la felicidad. Un aparato de radiocomunicación es el único símbolo de una civilización que se desmorona, y a la vez tribuna desde donde se dispara la acción.
Debajo de una carreta se esconde una niña (Carmen Coronado) que ante el terror y la ausencia recrea en su imaginación el mundo del circo, para compartir con el público un desfile de personajes que la ayudarán a mantenerse en pie. Ella asume el papel de presentadora, y con la más bella inocencia, da vida a sus héroes interiores, que con sus atributos mágicos, prometen paliar el dolor y la pérdida irreparable que la guerra ha provocado.
Así es como aparece el domador de leones (Fernando Reyes), con su látigo estruendoso, cabello engominado y bigotes de mariscal, la bailarina (Lucía Pardo), cuya ligereza decorativa encuentra sentido tocando la escala atmosférica en su melódica; la mujer que vuela (Claudia Ivonne Cervantes), con sus ingrávidas coletas y muslos paradójicos que la asientan al piso; el payaso mayor (Cristian David), presumiblemente, padre de la narradora, quien al portar un casco de soldado se transforma en un tirano capaz de acabar con la ilusión más sublime. Sin embargo, en su anagnóris, cambia y repara el daño con un acto asaz bello que restablece la armonía y alimenta nuevamente la esperanza, -acaso, el nido del que habla Campbel-. Esta actuación y la de la payasita narradora son a mi gusto las más logradas. Ayuda mucho que están más en el teatro que en el clown. Sobretodo, Coronado. Su intensidad dramática es de una credibilidad que arrebata.
La obra promete ser una exploración de varios elementos escénicos: “Este montaje está fundamentado en el “clown” por las posibilidades técnicas que ofrece como: la amplificación de pequeñas situaciones hasta volverlas grandes dramas, la inclusión de la música como un personaje mas de la historia la cual es ejecutada por los actores acompañando cada una de las escenas y el lenguaje del gesto corporal más allá del verbal”. ¿Acaso hay alguna pieza del teatro moderno donde la música no esté conceptualizada como un signo importante dentro del discurso, como símbolo incluso? ¿El hecho de que sea ejecutada por los actores es suficiente para ponderarla como un valor exclusivo del género clown? ¿Es el Clown un género de teatro?¿Cuál es la diferencia en el trabajo escénico de esta obra frente a cualquier otra donde el gesto y la interpretación también son esenciales para conducir el texto o la ausencia del mismo, y para generar una presencia mínima del actor ante el público, como en Esperando a Godot, de Becket, por ejemplo?
La promesa se extiende: “Con la ausencia de la llamada cuarta pared inadherente (?) al Clown, se desarrolla el drama donde el espectador no sólo observa sino forma parte fundamental de la progresión de la obra”. ¿Esto quiere decir que porque ponen al público a aplaudir, a comer palomitas, a reírse a coro de supuestos chistes gestuales, que son más tropiezos que lenguaje, y a inflar globos, ya interactuó? ¿No podríamos esperar algo más creativo –hablando de obviar la cuarta pared, como en el cabaret- que dinámicas de manejo de masas ramplonas como las que estamos acostumbrados a ver en los “reality”?
“La propuesta de la compañía es retomar al actor como eje creativo; basado principalmente en la experimentación de la técnica clown en obras clásicas y contemporáneas de diferentes estilos y géneros, que permitan también crear nuevas dramaturgias desde el actor creador”. En este caso “O” se inspira en la Orestiada de Esquilo –dicen ellos. Y no se les puede negar. Lo que sí es que, o resultó demasiado críptico el guiño o no acabaron de establecerse bien los signos narrativos y perfiles de personajes que ayudan a decodificar tal origen.
Por la trayectoria, los premios y reconocimientos que tiene la compañía estoy seguro de que esto ya lo han logrado antes. Y lo lograrán después. Lo malo para mí es que no lo vi esta vez. Lo que vi sentado en la tercera fila, junto a mi mujer, que hacía todo lo posible por ignorar al imbécil que tenía junto (no yo, al del otro lado), que reaccionaba a cada mínimo tropiezo, gesto o sonido que emitían los personajes en escena, con una risa estulta digna del Chavo de ocho, no tiene nada que ver con eso. Vi otras cosas muy buenas, pero no Clown (bofetada, cascada, paradidel, represa o xarivari); nunca un asomo de Agamenón, Clitemnestra u Orestes. Si acaso una evocación de las Coéforas, por ahí.
“No me enseñaron a temer, sólo me enseñaron a soñar….” Es casi un mantram de fe con el que la payasita evoca a los héroes de su mundo imaginario y promete al público la aparición de verdaderos personajes capaces de inspirar poderes invencibles, que ayuden a trascender la realidad. Pero no es así. Sí lo es para ella en el guión, pero no para nosotros en butaca. La conjunción escénica basada en las rutinas –o antirutinas, pues estamos en el ámbito de la improvisación- dennotan inexperiencia, falta de profundidad en la construcción del personaje, carencia de recursos histriónicos, lenguaje corporal, precisión en los movimientos (la elegancia del mimo), “timming”, y exceso de confianza (o conformismo) en los gags. Las marometas que dan el domador y la trapecista resultan un espectáculo grotesco, más parecido a un Kama –Sutra para Teletubbies que una acrobacia circense.
Para basar una dramaturgia en la actuación hace falta desarrollar un código personal de movimientos, gestos y sonidos que al interactuar con el resto de los personajes logre una armonía tanto visual como narrativa, y conduzca al espectador al viaje emocional que le hará tomar conciencia de un nuevo significado. Ejemplos los tenemos en los cuadros de Cirque du soleil, Slava, y en México Anastasia (Darina Robles) un clown muy fino y eficaz.
A pesar de esto hay muchos otros aciertos en la ejecución, además de los ya mencionados, la música de Daniel Martínez, por ejemplo, que es interpretada con una melódica, un acordeón, una mandolina, una trompeta y un tambor, logra la atmósfera circense propia del folclor del este de Europa, donde el sonido de la trompeta es el lead sentimental que engarza una escena y otra. El tema central vuelve una y otra vez con la melódica o el acordeón, pero el uso excesivo de la música como gag, desafortunadamente, también se gasta muy pronto, como el resto de los “chistes”, que no tienen demasiado efecto por carecer de profundidad semántica. En vez de ser una anáfora sonora, se siente uno como en “El día de la marmota”.
Otro de los aciertos es la producción de los materiales de comunicación y el vestuario, diseñado por Azucena Galicia.
Más allá de la ubicación de tiempo y lugar, pienso que la escena representa el drama del sujeto contemporáneo, amenazado por todo un aparato programado para volverlo nada, para robarle el alma, para aplastarlo. Así como la guerra. Es un llamado a reconstruir nuestro ejército interno de valores, sueños, fortalezas y habilidades que conforman ese espacio seguro, íntimo y sagrado que nadie puede tocar. Esa llama interna que nos hace trascender lo irreparable de la vida con un acto de voluntad: el sueño despierto.
Me parece que la propuesta es muy valiosa, sólo falta afinar algunos detalles para lograr la prestancia, la precisión, la chispa y la consistencia que merecen esos personajes. Vayan a verla, estará hasta el 13 de abril, y díganme, por favor, que estoy muy equivocado.
José Manuel Ruiz Regil.
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