Mapa de un árbol |
Me parece que la exposición de Edmundo
Ocejo es una reflexión sobre el universo interior del que extrae algunas
topografías para compartirlas con los observadores de su arte. Delimitados por
las fronteras del sentimiento, la emoción y el pensamiento, sus cuadros son
postales de un trayecto único, individual y a la vez compartido por todo aquel
que logre conectar con la emoción estética que sintetiza cada pieza.
Territorios ambiguos, que desfasan lo
concreto del mapa en que se asientan y evidencian un andar errante, a veces
decidido, convulso, reiterativo, dudoso, obstinado. Sus composiciones buscan el
orden, el equilibrio y la armonización entre sus partes, logrando una tensa,
pero a la vez armoniosa negociación de texturas, espacios y profundidades.
Cada cuadro es un palimpsesto de
intentos; una búsqueda, una insistencia por hallar lo que en la vida misma se
busca: ese momentum en el que uno
sabe que ha llegado al punto de equilibrio, a la estancia donde más es menos y
menos aún no es.
Embalsamador de colores, aventura el óleo
sobre la tela en una capa, a la que sobre impone otra, y otra más, para luego
rayarla, hendirla, trillarla como si quisiera desandar sus pasos hasta
encontrar la huella de lo andado. Así construye el mapa de su territorio, y luego
lo encapsula en cera para hacer de ese instante un talismán.
En la museografía planteada por José
Ignacio Aldama en Aldama Fine Arts, donde se exhibe Inventario de imágenes
hasta el 30 de junio de 2014, el portal que da acceso al discurso plástico de
Ocejo es un cuadro negro formado por una retícula de cuadros negros que remite
de inmediato al suprematismo de Maiakovsky, intervenido en su centro por un
fragmento de tronco que se enerva. Desconocemos las raíces y el follaje de ese Árbol
templo que nos da la bienvenida, pero intuimos la certeza de que las arborescencias
de esa semilla florecerán en el resto de las piezas. Y así es. Conjuntos de
paisajes, inventarios, árboles, tableros, nos abrazan ofreciéndonos una
vinculación perfecta entre la organicidad del pensamiento y la artificialidad
de la razón; entre el primitivismo de la sensación y las correspondencias de la
lógica; entre la brutalidad de una naturaleza abstraída y la abstracción
gráfica de sus signos.
Sobre la dermis que Ocejo construye y
esculpe con diferentes herramientas para extraer del color diversas cualidades se
deslizan dameros, como si fueran la escala de la razón, el contenedor, el punto
de referencia cartesiano que busca su lógica ante la fuerza entrópica de la
vida, y lo que se logra es un híbrido en constante mutación, pues las veces que
la mirada recorre el tablero signan un territorio mayor que su espacio mismo.
En Paisaje imaginado vemos
horizontes que se entrecruzan a lo lejos, como nubes que se traslapan en el
tiempo y en el espacio. La continuidad y discontinuidad de estos pensamientos
nos sugiere una tormenta de ideas detenida por espasmos parecidos al contacto
con la nada, con el absoluto; ese instante en que se interrumpe el flujo del
pensamiento para integrarse a la totalidad del universo. Una aparente ruptura
que es la conexión última.
En Mapa de un árbol las
oposiciones entre la línea recta y la línea curva; entre lo horizontal y lo
vertical; lo de arriba y lo de abajo; lo claro y lo opaco crean un dinamismo
semejante al del proceso de pensar-sentir.
En Inventario del paisajeIV,III,II,I la
rejilla se impone al paisaje, matizando los cuadros de color, en una gradación
progresiva en la que predomina un tono sobre todos los demás, posicionándolos
como los armónicos del sentimiento o pensamiento que se explora frente al
horizonte agónico. El mayor o menor espacio de cielo representado supone un
ahogo terrenal que signa la experiencia como algo más carnal que espiritual.
En la serie de Tableros la
retícula se extiende al territorio y dinamiza los paneles de Mondrian como si
fuera un juego de Sudoku, ofreciendo al espectador una combinación móvil de
cuadros y rectángulos que a su vez funcionan como macros de las mismas
texturas. En un principio estos cuadros me sugirieron una presencia zoológica,
quizás, un acercamiento a un ser mastodóntico al que sólo se le puede abarcar a
través de ciertos cortes o fragmentos, y en cuya piel se encuentra tatuado el
devenir de leguas transitadas..
Bajo esta perspectiva Mapa de un árbol
es el que más llama mi atención pues la compenetración de estructuras logra
un diálogo entre lo visible y lo invisible, el pensamiento y lo actuado; lo
sentido y lo percibido; lo dicho y lo enunciado. El follaje bituminoso del
árbol se equipara en estructura a la celosía que lo atraviesa y ambos propician
el estallamiento visceral de la palabra, esa caligrafía que invade los
intersticios del vacío y lo puebla de sentido.
Por último Poeta del agua suelta
nuevamente las estructuras, dispersa los conjuntos y deja fluir esa caligrafía
que nace ya no de la conjunción de lo natural y lo natural sublimado, sino de
ese tercer componente que es el logos.
José Manuel Ruiz Regil
Arte Duro.
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