Conocer a María Alejandres es hacerse una herida en el cuerpo para permitir que por ella transiten venturas y penas, deseos y gozos secretos largamente macerados en el inconsciente colectivo. Su amplio registro lo mismo abraza con ternura protectora de madonna, que seduce, incita, exige, repudia y regala; su interpretación es invadida por una intensidad telúrica, como si en el escenario realizara un ritual por el que fluye toda la pasión de los siglos, y dejara en su garganta, decantada, un aire espiritual con un acendrado arraigo en el mundo. Promesa cumplida; su juventud no obsta para transmitir la pátina de la edad mediana en su articulación. Esto no se logra únicamente con una técnica impecable, sino con algo más que tampoco es lo que comúnmente llamamos don; sino por una comprometida asunción de un talento no sólo para el arte, sino para la vida, con la carne, con el dolor, el placer y sus impredecibles intercambios. Hay en su registro, oficio de vivir, y también miríadas de generaciones; linaje convocado por la hechicera del canto.
En la dirección musical y al piano el maestro Angel Rodríguez, originario de Cuba, isla bruja, pedazo de tierra donde se han fundido, a base de magia y canto, las raíces criollas del fuego Mexicano. Rodríguez evidencia en sus ataques y seducciones al teclado, la volcadura de emociones que renacen de la partitura en cada tema, tocándolo no sólo con el virtuosismo de su digitación, sino con gozo demoníaco a veces, sagrada gravedad y controlada impostura, que permiten que cada uno de sus movimientos - trágicos o exquisitos- lleguen al alma y al cuerpo del que está en la última mesa.
Los temas que conforman el programa recogen momentos álgidos de la historia de la ópera y pasajes dorados del alma de América Latina; se desliza del bel canto a la canción romántica con una sutileza y a la vez una intensidad dramática en los arreglos y en la interpretación, que es difícil precisar en qué momento da el vuelco mortal. Y es el idioma, acaso, quien avisa que la diva ha salido del ambiente clásico y restalla los temas populares, dotándolos de un brío olímpico, casi mitológico ; retratos sonoros de una época tan anhelada como perdida, que nutre el hoy aciago en que la identidad se tambalea. Asomo de antaño que sigue nutriendo la esencia nacional, en tanto no se congele en el estereotipo (estéril tipo), sino que dispare una moderna mexicanidad arraigada en estas y otras singularidades vivas, orgánicas, y en constante transformación, compromiso esencial de arte.
Los acompaña un ensamble de percusiones y cuerdas que dota de una teatralidad a veces rayana en el melodrama de los grandes salones de baile de los años cuarenta. Los timbales dan el acento trágico, abriendo portales de emoción o rematando frases que cierran pasajes interiores con la brillantez unísona del platillo. Contrabajo, chelo, congas, xilófono, timbales, güiro y maracas, dan los acentos al Son, que condimenta la cadencia melódica. Erotismo de gala; sublime veleidad.
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