Este texto apareció por primera vez en el número 61 de Galería Urbana, crónica de la cultura del 1 de octubre de 2009
Dr. Olvera Núm. 15, a una cuadra del mercado Hidalgo en la colonia Doctores. La planta baja del edificio muestra una vitrina de dos pisos donde exhibe carros antiguos de hojalata, juguetes de madera, triciclos de fierro, figuras de barro y dan fondo a los mostradores de madera y vidrio de una papelería sui generis, donde además de vender objetos curiosos de papelería, mercería y juguetería de colección, guisan exquisita comida china para llevar.
La hoja carta pegada con masking tape en la puerta ostenta el letrero: "Museo del juguete mexicano antiguo”. Batiendo la endeble frontera suben unas escaleras que conducen al primer piso del edificio donde esa primera sensación de covacha profanada; ese primer instinto de pepenador de infancias idas, toma vigoroso cuerpo y se ordena en estancias llenas de magia y de misterio.
Ajuares domésticos que educaron a las niñas de los años cincuenta son exhibidos en estanterías como joyas de un pasado que forjó destinos. La planchita y el burro, las muñequitas de sololoide, el mobiliario ideal de la casa de muñecas hecho a escala y acomodado no para lucir como nuevo, sino para ser reconocido, reapropiado por el nostálgico diletante que puede ver en perspectiva los objetos que nutrieron sus primeros años.
Las revistas de historietas, el carro de hojalata, el barco a escala, los soldaditos de plomo, los luchadores de plástico, el carrito de cuerda, los juegos de té, los juegos de mesa, la colección de cartas, el personaje de Disney, el mecano, el cinturón de cowboy con revolver, las metralletas como las de la escuadra del programa de televisión “Combate”, van introduciendo al visitante en una fantasmagoría que no para en el recuerdo, sino que es revivida y actualizada por un trabajo museístico que envidiaría cualquier galería contemporánea.
Rodeado de estantes, vitrinas diseñadas ex profeso para mostrar las coreografías de un ballet de fantasías, carcasas de luminarias cinematográficas, reflectores, moviolas y consolas son transformadas en pequeños universos iluminados independientemente. No sólo tienen la función de sostener, resguardar o contener los ya de por sí valiosísimos monitos que los habitan (la colección completa de los personajes del chavo del ocho, el dúo dinámico, los picapiedra, los cuatro fantásticos o Pluto, Mickey y Tribilín), sino que son en sí piezas originales de arte-objeto, dispuestos creativamente sin mayor afán de lucro o de protagonismo que el de saciar la inquietud estética del Ing. Roberto Shimizu, fundador de este castillo del recuerdo.
Heredero de la tradición japonesa del trabajo, generoso, atento a su pasión, urde constantemente la forma de sacudir la conciencia del ser mexicano, al que ha visto hundirse en su conformidad generación tras generación, mientras otros países, más golpeados que éste por la guerra y la conquista globalizadora, han salido adelante con esfuerzo y disciplina. A pesar de ello, ejerciendo su pasión, se postra en su trinchera de coleccionista humoroso, custodio de momentos únicos y rescata esos gatillos de la imaginación.
De un salón a otro va creciendo en número el acervo. Y lo que en la recepción todavía conservaba un cierto aire de mostrador, en la sala de atrás se declara abiertamente instalación, inserta en el formato más académico del arte conceptual.
Un vagón de metro a escala, de esos que paseaban niños en los parques, es transformado en una vitrina donde muñecos de plástico de diversos tamaños y formas reproducen la sensación de sofoco y multitud que ofrece el transporte subterráneo. Luchadores encaramados parecen querer viajar a como dé lugar. Para el metroadicto asíduo la escena le recordará cualquier día de transbordo en la estación Balderas. Junto a este, una vitrina al piso iluminada con un sistema de tubos reciclados de lámparas cincuentonas revela objetos tales como una guitarra eléctrica, el carro de pedales de Batman, con fueguito intermitente en el escape, una bombonera de cerámica con forma de cabeza de Pinocho, una pista de carros a control remoto, un triciclo apache, una bicicleta.
En otra instalación-vitrina una estructura de herrería es utilizada como alma para ensartar cascos vacíos de Chaparritas, Pascual, barrilitos y otras marcas de refresco nacional tragadas por la voracidad imperialista. En otra más, el chasis de una carriola antigua soporta un edificio de casillas multifamiliares. En cada una se muestra un tipo de familia distinta tanto por su composición como por el oficio. Los modelos son piezas de alambre forradas de borra y vestidos con trajes de punto. Los muebles miniatura ambientan sus espacios sugiriendo una gran diversidad. La referencia a los edificios de Tlatelolco es casi obligada.
Al centro del piso hay un gran ojo de luz sobre el que se levanta el famoso rostro y las manos del gigante negro del desaparecido salón Colonia. Frente a él un anuncio vertical luminoso de una juguetería. El piso de vitroblock da luz a una composición de objetos cotidianos cuyo discurso es tan fuerte que cualquier interpretación sería apagada por la contundencia de texturas, intención compositiva o sugerencia de cubeta, escoba y trapeador. Escena que podría reproducir el momento inspirador de La muñeca fea de Cri –cri.
Una subversiva pecera yace en una esquina, parodiando la obra del millonario Demian Hirst, artista que ganó su fama capturando en formol el cuerpo de un tiburón para representar la eternidad. Pues en esta contrapropuesta el Arq. Shimizu no sólo se da el lujo de encerrar en un armazón de herrería un enorme tiburón caricaturizado a la manera de Mandibulín, sino además, acomoda la guarnición de pequeños buzos alrededor, plasma su sentido del humor, y ácida crítica al mercado del arte contemporáneo actual, haciendo una parodia a través del tributo al casi homónimo Daniel Ruiz, en su versión chilanga, para desmitificar la creciente industria de la falsedad artística y pedir un poco de respeto para el público. Junto a esta anti-obra yace una vitrina homenaje a esa técnica muy usada en los sesenta para encapsular en una pasta epóxica monedas, insectos, y diversos objetos para ser usados como pisa papeles u objetos de ornato. El discurso es claro:”nada nuevo bajo el sol”. La genialidad contemporánea estaba en los tianguis de México mucho tiempo antes de que Hirst naciera.
El recorrido sigue por la planta baja donde la imaginación se desborda y se convierte en delirio a escala. La estancia es lúgubre y la presencia de tantas escenografías móviles abraza el ánimo. Emociones contradictorias empujan a seguir. Por un lado una evidente saturación visual y semántica pide a gritos un descanso; por otro, una curiosidad morbosa empuja a seguir exponiéndose ante aquellas vitrinas donde el tiempo y la cultura popular de México –lo que sea que eso signifique-, sobretodo de la gran ciudad, se mantienen incólumes y perviven como en una recámara de la memoria.
Estantes hechos de gruesa madera, retículas de cartón alojan una colección de luchadores vestidos de mujer. Cada uno luciendo un distintivo femenino. Un anillo, las uñas pintadas, vestido de noche, tocado, guantes de punto, los labios pintados generando un shock simbólico que desmitifica la imagen de los reyes del pancracio para convertirlos en reinas chulas de vitrina (lo que no está lejos de su rol mediático) En frente las máscaras, los mallones originales del Santo, la capa. Más adelante el carro del canal de las estrellas. Un camioncito a escala como los que pasean los domingos por el parque de los venados decorado con discos, fotografías y emblemas de Capulina, Cepillín, el Tío Gamboín, Chabelo, Tin tán y otros personajes de la vida fotónica.
Un enorme ovni, quizás aquel que distinguía la distribuidora de autos cerca del aeropuerto, en los años setenta, rescatado del olvido para convertirlo en observatorio microscópico. A través de sus ventanas uno puede asomarse al caleidoscopio de formas y figuras que lo habitan.
Una bicicleta completamente ajuareada con todos los aditamentos que se puedan ocurrir, desde bocinas, adornos tricolor en los rayos, espejos, capote, reflejantes, canastilla, todo dispuesto con una exquisitez barroca muy nacional.
En otra vitrina que reproduce la popa de un barco militar de tiempos de la segunda guerra mundial, se puede ver por las escotillas una típica coreografía de musical hollywoodense, ejecutada por una Betty Boop reproducida al infinito. Desde el punto de vista del visitante que se asoma es inevitable recordar los ballets acuáticos de las olimpiadas o los top shots caleidoscópicos de comedias musicales, sello artístico de las producciones gringas de los años setenta.
Dos maderos paralelos son atravesados por un avión que transporta en sus asientos a todos los personajes de la Warner Bros. Mentiría si no dijera que me pareció una excelente crítica a los sucesos del 11 de septiembre de 2001.
Pasillos y estantes repletos de juguetes, cajas, envolturas, juegos sin abrir, ediciones originales de la imposible Escalextric, ajuares de vaquero, pianos miniatura, esqueletos de robots, despachadores de dulces, cajas del luz, artículos de papelería, lápices, plumas, colores, estuches, objetos únicos encelofaneados por más de treinta años esperan la mirada curiosa de algún afortunado que en su andar urbano se dé el tiempo de cruzar la dimensión del olvido para revivir vestigios de una identidad perdida, largamente anunciada.
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