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miércoles, 29 de marzo de 2017

Peñalta, oráculo del pasado




“La piedra es Dios,
pero no lo sabe;
y es su no saberlo,
lo que la hace piedra”


Meister Eckhardt


“Hay garabatos imposibles escritos en la naturaleza,
hechos, bien por hombres o por demonios”


Roger Caillois


“Dejad al hombre viejo que juegue con las piedras”


Goethe

La relación del hombre con la piedra se remonta a varios miles de años (40,000)  hacia el paleolítico, época en la cual se datan algunas de las primeras pinturas rupestres que expresan cierta forma de organización humana, y nos dan cuenta de actividades como la caza, la guerra y la adoración. Seres míticos quedaron pintados en las rocas, esculpidos o tallados aprovechando la forma original de la piedra.

Las rocas en la cueva son los libros sagrados de la tierra; en ellos se encuentran las huellas de todas las eras desde la creación; huellas que nos transportan, desde la piedra hasta la arenilla y al polvo estelar de donde surge todo; y es por eso que podemos hacernos la siguiente pregunta: ¿Los dibujos en la roca del salvaje son proyecciones del mundo que lo rodeaba o evidencias de lo que ya en la roca existía?



Roger Caillois, poeta francés, encontró en el estudio de las piedras la “mística de la materia”. Halló líneas transversales, nódulos o diagonales que unen a las especies entre sí; recurrencias que sirven de matriz a las formas; vestigios que parecen una escritura que transcribe acontecimientos de millones de años anteriores a los nuestros, un mundo anterior al hombre; como diría Ciorán, “la aurora del planeta”.



La recurrencia a figuras antropomórficas y animales, rostros humanos o huellas, habla de una tendencia natural de nuestra fisiología; algo a lo que Carl Sagan justifica como una técnica de supervivencia ancestral, pues para nuestros antepasados identificar los rostros amigos de los enemigos era una habilidad esencial para no perder la vida.


Existen varias teorías que explican el por qué los seres humanos tendemos a identificar formas conocidas en las nubes, las piedras, entre las ramas de los árboles, y no pocas veces resolvemos que tienen que ver con nuestras experiencias, conocimientos, medio ambiente y expectativas, como lo señala Jeff Hawkins en su teoría de memoria-predicción.



Un estudio científico que se realizó en 2009 demostró que identificar rostros humanos en imágenes confusas provoca una activación de la corteza ventral fusiforme en el cerebro humano, una respuesta que sucede cuando vemos caras reales pero no cuando vemos objetos. Este fenómeno es conocido como Pareidolia, derivada etimológicamente de eidolón: figura o imagen (ídolo), y el prefijo para: junto a. La cara en la superficie del planeta marte, la virgen del metro en la Ciudad de México o las figuras de Piedras encimadas en el estado de Puebla, son casos famosos de este tipo de percepción. También en Chichibu, Japón, a dos horas al noroeste de Tokyo, se encuentra el museo de las piedras que parecen caras, conocido como Chinchekikan, lo que significa “salón de las rocas curiosas”, y alberga alrededor de 1700 piedras que parecen rostros humanos. Algunos recuerdan la cara de Elvis Presley, E.T. Donkey Kong o Nemo.
El artista plástico mexicano Peñalta lleva esta habilidad natural de la corteza cerebral al extremo, y la aprovecha para sumergirse en la historia del cuarzo; desentrañar sus andanzas, evocar sus silencios y descubrir en cada plancha de mármol y ónix con los que trabaja, una historia; no una legada allí por manos humanas, precisamente, sino como buscaba Caillois, una diseñada a base de tiempo, largos procesos de sedimentación y cambios de temperatura, por lo que cada pieza, además de ser la evidencia de un espíritu milenario atrapado en la piedra, es también, un calendario, una estela natural, oráculo del pasado, nostalgia del futuro.

Sus piezas son espejo de nuestro mundo interno, pues ellas revelan rasgos, figuras, líneas, paisajes que se encuentran en el subconsciente que se remite a nuestra memoria mineral, trayendo a la superficie el rostro del miedo en forma de un lucifer enmascarado o en la figura de un monje imprecado; las facciones del terror, a la manera de un Orco amenazante o una profunda mirada diabólica; las líneas del deseo, en la forma de una rolliza matrona que nutre decenas de rostros que maman de sus pechos rebosantes, en la forma de dos amantes que se besan o en la actitud de un monje pederasta; la mirada del nahual que se esconde y se fusiona con el árbol, el gnomo, la sílfide, el hada y la salamandra; la arboleda que entraña una comunidad de seres que conviven desde hace millones de años.

La escritura de la piedra es decodificada por Peñalta, que negocia con la superficie para extraer los personajes que entraña, los dioses, los héroes y las épicas; las diversas narrativas que guarda en su silencio ancestral.


El artista le llama a este trabajo la piel de la piedra y la encuentra rugosa. Y cómo no, si al acercarse a mirarla, tallarla, bruñirla, hendirla o herirla con el óleo, las tintas y otros instrumentos de trabajo salen a flote todos estos sedimentos de historia llenos de intensidad, que dan como consecuencia la definición de rasgos reconocibles para la mente humana. Monstruos que evidencian el vicio espiritual, gestos primitivos que señalan los restos de algún ritual; utensilios chamánicos que guardan su magia en un recuerdo.


Todo juego es ritual; y todo arte es juego, al que Roger Caillois divide en cuatro tipos: El Agon, que es la habilidad física; el Alea, cuando el hombre se abandona a fuerzas que no domina y el resultado no depende de él, a menos de que haga trampa; el Mimicry: cuando el hombre deja de ser quien es para convertirse en otro, o acepta que otro lo convierta, para liberar una parte reprimida de uno mismo. Y por último el Illinx: el vértigo, cuando se abandona al abismo, el que tienta al horror.

Estas cuatro cualidades de juego las encarna el autor, y nos invita como espectadores a hacer lo mismo. Cada uno desde su plataforma cultural, pues si bien el arte es, en principio, un monólogo del artista consigo mismo, también es un diálogo con la piedra y una concurrencia de discursos cuando ésta se abre a captar los referentes de quien la mira.



En ese sentido somos co-creadores de una nueva realidad, pues, como señala el propio autor, “una es la realidad de la piedra y otra la realidad de la obra”; la pieza es naturaleza domeñada; pero a diferencia del arte mimético, aquí el artista funge como un agente revelador de lo que ahí yace, lo mismo que el espectador, éste se convierte en un decodificador de las aguas internas de la piedra: el costillar de un dragón que a la vez es una ribera, una familia de osos jugando con un Xoloitzcuintle, una madre amamantando a su bebé, el rostro de un San Jerónimo Penitente, un fauno, el autorretrato del artista escondido en una esquina.



En medio de esta comunidad de seres y escenas se encuentran trazos, estilos perfiles que evocan creaciones de otros autores y que confluyen en estas planchas del tiempo. Lo mismo un monje medieval con una máscara aborigen, la mirada de un Aluxe, el silencio de una familia de roedores agazapados en la hierba. El rostro bifronte de un mago, las tres edades prendidas de una misma línea que es la eternidad, Eolo difuminado moviéndose en un cielo oleoso donde un feto es desmembrado por la garra de un demonio. Torsos desnudos de hembras rebosantes, senos al aire, rostros, evocaciones simbolistas, realistas, surrealistas. Goya, Schlegel, Freud, Brueghel, El Bosco, Tamayo, Cuevas, Bacon son espíritus cuya influencia se puede detectar en una plancha u otra. Sin embargo, no podemos decir que sean producto de la decisión del autor al 100%, pues en la mayoría de los casos es la veta de la piedra la que determina el trazo, revelando su pasado así como su paso por la historia. Vestigios de una era en la que las figuras del futuro eran prefiguradas, la impronta vibrante de lo que esas figuras fueron en su momento.


Para Peñalta “cada pieza es un nano-segundo en la historia de la piedra”, “ es como subirme a la alfombra mágica del tiempo”. Acompañemoslo a descubrir en estos oráculos no la predicción de un futuro apocalíptico, sino la presencia de un origen que puede ayudarnos a reconfigurar un presente más lúcido y lúdico a la vez.




José Manuel Ruiz Regil (1968) Poeta, cantautor y analista cultural. Ha escrito libros de ensayo creativo sobre diversas expresiones artísticas, con énfasis en las artes plásticas. Ha publicado cuento, poesía y ensayo en diferentes medios físicos y electrónicos como la revista Mexicanísimo, Este País, La Gualdra, El síndrome de Stendhal, Sinembargo.mx y los Blogs Relatos y figuraciones, laboratorio de poesía y El arte de la crítica. Todos en blogspot. Es profesor de cuento y poesía en la Escuela de Escritores. Imparte el taller de creación literaria “Serendipity” en Taller de Arte Coyoacán. Es fundador del proyecto Hablar de libros, taller de lectura y discusión. Sus más recientes libros son Vario mar incesante, aproximaciones a lo irreductible (Ensayo, 2013) y Testamento del caminante (Poesía, 2014). Actualmente, trabaja en su segundo libro de ensayo creativo Para nombrar el asombro, de próxima aparición.

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